El cuerpo humano está surcado por la geografía de la diversidad. Obesos y delgados, atléticos y fláccidos integran una legión que por lo regular está extraviada en el confín de las rutinas. En los transportes públicos, en los oficios abrumados de tedio o en el territorio inhóspito de la vacuidad, esos individuos pasan por el tránsito cruel de las urbes donde la mayoría, excepto las celebridades, sobre todo las televisivas, navegamos en el tren del anonimato.
De pronto aparece una convocatoria extraña: un fotógrafo –prefiere que lo llamen artista– Spencer Tunick, hará una sesión de desnudo multitudinario en el Zócalo capitalino.
Muchos ignoran el propósito del creador estadounidense, otros han visto unas imágenes. El hecho es contundente: atreverse a compartir la mirada y la cercanía del cuerpo es establecer una paradoja: reconocerse a sí mismo y lograr esos vasos comunicantes con los convidados a ese festín de la carne, el vello, las cicatrices, los tatuajes, los piercings y la suma de lo que somos en nuestro exterior.
La conciencia surge de lo inmediato del asunto. Estar en medio de todo eso es encontrarse con un atisbo de la historia y verla a los ojos. Sentir esa libertad que evita las prendas y que muestra lo que, en la mayoría de los casos, sólo se exhibe en la intimidad, es parte de un descentramiento de los pudores y del conservadurismo.
La cita fue el domingo 6 de mayo en la plancha del Zócalo. La prensa tuvo que colocarse en plan de sardina en la terraza del hotel Majestic. Hubo que pelear palmo a palmo la posibilidad de encontrarse con el hecho insólito de esa sesión fotográfica excepcional. La madrugada tibia del día señalado fue oportuna para lo que ocurrió.
Tunick ha tomado imágenes de desnudos colectivos en países de Europa, América y Asia. Su arrogancia fue manifiesta. Una periodista quiso una instantánea con él y el rechazo fue definitivo. Apenas habló y espetó lugares comunes; las ideas estaban obnubiladas en su cerebro y su mejor escudo fue adoptar una actitud vanidosa y prepotente.
A la conferencia de prensa, luego de las fotos en el Zócalo, otorgó cinco minutos, que se convirtieron en tres y repitió su cantaleta: los desnudos carecen de erotismo y están lejos de ser pornografía. Por desgracia nadie traía un alfiler para desinflar al “artista” y obligarlo a dejar esas poses de Leonardo da Vinci con todo y Código.
La sesión de Tunick fue una especie de acción múltiple, que lo mismo le dio carácter contestatario al momento, que un hecho político; una fantasía liberadora o un acto bárbaro. Por cierto, que uno de los desplantes del fotógrafo fue totalmente estúpido. Mandó que los hombres se vistieran y reunió a las mujeres en otra parte del Zócalo. En ese instante, lo que de belleza había en la equidad se convirtió en espectáculo lúbrico para los varones. La agresión llegó por doquier.
El “artista” creyó en la omnipotencia y manipuló la “materia” a su antojo, sin darse cuenta de que la diferencia radical consistía en que trabajaba con personas. El incidente podría equiparse a una de las leyendas peruanas de Ricardo Palma donde aparece una cuestión sugerente. Un pintor, ante la incapacidad de que el hombre que le sirve de modelo de Cristo en la cruz consiga cierta expresión, comete un acto inconcebible: lo hiere de muerte para lograr el realismo que requiere para su cuadro. Así, Tunick prefirió romper el encanto de las tomas anteriores y se conformó con un acto de exaltación machista que era previsible.
Pasados los días, la experiencia de algunos participantes rebosa frescura y va a contrapelo de las fotografías de Tunick. Lo ocurrido el 6 de mayo desbordó la simple toma de las imágenes y se insertó en algo que se vivió de muchas maneras. Cierto que el pretexto tuvo destinatario y la recompensa será una fotografía, pero en realidad todo esto admite otras interpretaciones.
¿Qué buscaban esos madrugadores que llegaron de la fiesta del sábado que se prolongó hasta el domingo? ¿Qué deseaba esa muchacha solitaria que posó aun sin encontrar el respaldo de sus amigos? ¿Qué deseaba confirmar ese joven aspirante a cineasta y pintor que dejó a un lado los calzones y se entregó a las emociones de ese amanecer tan cargado de sensibilidades? ¿Qué quería esa señora de obsesiva obesidad que tiene un puesto de quesadillas por los rumbos de la calzada Zaragoza y que se liberó de la ropa? ¿Qué deseaba esa pareja joven que decidió sacar su intimidad a la plaza pública sin prejuicios?
¿Qué pasó a ese muchacho mirón que anhelaba poseer con la mirada a las participantes bellas y que se topó con un miembro empequeñecido por la inhibición y la contundencia de lo que observaba?
¿Cuál era el propósito del minusválido en una silla de ruedas y con calcetines que se enfrentó a la experiencia? ¿Cuál era el atisbo de esa profesora universitaria que reclamó su postura ante el aborto? ¿Qué era todo aquello que conmovía a los que estaban abajo y a los que registraban con libretas y cámaras de todo tipo desde la terraza del Majestic? Cada quien su propósito, cada quien sus fantasmas y cada quien su Tunick.
La experiencia colectiva tuvo esa calidad del deleite, de lo que hace del cuerpo humano una proposición distinta y complementaria y donde cabían el fisicoculturista, la aspirante a modelo, los chavos banda, los que ni siquiera recordaron que era mejor darse un bañito antes de la foto, los que sólo traían una bata y estaban ansiosos de desnudarse.
Fue un alfabeto de posibilidades en una ciudad que ha padecido las intolerancias de la derecha y los abusos de una iglesia que quiere recobrar los poderes del pasado.
El 6 de mayo es fecha histórica por el despertar de las conciencias, que lo mismo pueden tener una opinión política que entregarse a los goces del cuerpo desnudo al amanecer. Un buen principio.
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