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jueves, 16 de julio de 2009

Mis ojos

Por: Rafael Luviano / periodista

Hace 16 años, el 20 de noviembre de 1992, experimenté los días más turbulentos de mi vida. Una experiencia dramática que me privó de la mitad de la vista y que, inexorablemente, como ocurre con quienes hemos sufrido la pérdida en algún órgano del cuerpo, cambió radicalmente mi existencia desde cualquier perspectiva.

Lo que me ocurrió pudo haberle ocurrido a usted, a cualquiera; que sirva mi testimonio para evitar esto en lo futuro. Que los responsables, una vez fuera de la cárcel, como es mi caso, no le atosiguen con amenazas, que hasta la familia tenga que emigrar a otro país, como mis hijas Paulina y Mariana quienes, aterradas, recibieron esas intimidaciones y tuvieron la necesidad de ausentarse por las amenaza de agresión.

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Mis ojos, los de otro tiempo, eran dos capulines alertas. Hoy sólo uno recuerda lo que ha visto. En las calles con su tráfago de fiesta o de cortejo mortuorio; en la risa y el llanto; entre los rincones umbríos de una ciudad envejecida de espanto, con sus huesos tan cacareados por tanto merolico de campaña. Ante cada mujer, producto de la invención divina, que deja sembrados sueños como el incendio en secas praderas del deseo. Mi ojo que no existe es un fantasma que todo eso y más evoca con nostalgia.

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Cuando decidí ser periodista todo a mi alrededor había cambiado. De algo tenía que servirme haber nacido en esta gran urbe. El encuentro con las voces ocultas de mis sueños, de las crónicas que se escriben todos los días.

Ingresé a la carrera periodística y luego a la de letras y las calles se convirtieron en un cofre de secretos. La gente y sus ambientes ya no fueron iguales. Todo era punto de investigación, de ser observado, completamente narrable, armado para la poesía. Todo era insistir en esta enorme selva de vidas que se unen y separan, de momentos alegres y soledades, de nacimientos, estadísticas y muertes. De personajes provenientes de todas las raíces: del pueblo, política, literatura, lucha social, ciencia y cultura. De sus vidas y sus afanes, de sus secretos, fines y coincidencias en torno al oficio de vivir.

Seres que se van de manera natural, pero también víctimas de graves descuidos, como las epidemias en zonas de gran concentración y la reacción tardía y autista de los gobiernos o la violencia intensa de ésta y otras ciudades, con vidas hacinadas como objetos olvidados y envejecidos en un desván y en intensa descomposición social, en la cual los principios de antaño serían para muchos como muebles arruinados de uso extravagante, por culpa de una educación mal encauzada, por valores culturales desechables y debido a medios de comunicación, como la prensa y la televisión, más preocupados por el rating, por vender y anunciar que por sembrar valores que han quedado cada vez más en el olvido. Tal vez por ello muchos diarios se encuentren camino a la ruina.

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En ese espacio como en éste, la ciudad vive atrapada en el tiempo, por una carátula con dedos, que nos retumba cómo vamos poco a poco muriendo, en medio de tanto fugaz día. Hace rato que mi ojo no sueña la brevedad del crepúsculo. Se está haciendo tarde y el ojo que no siento, con su ceguera de sombra, me echa en cara todo lo que vio.

Una noche dramática un hombre de azul que debía procurar la seguridad del patrimonio y la paz en la ciudad nocturna, me asaltó y me lo cercenó de un tajo. De pronto, en un instante me privó de la mitad de la vista e inexorablemente, como ocurre con quienes hemos sufrido la pérdida en algún órgano del cuerpo, cambió radicalmente mi perspectiva y mi vida.

Ocurre, si mal no recuerdo, como si de pronto te cayera fuego en la vista. Y el reloj parece haberse detenido en ese recuerdo. Me duele el flanco derecho: el golpe con la pistola del policía fue certero, milimétrico. Imposible no recordarlo. Se fueron a las sombras menos de la mitad de su condena programada. Después, al salir del encierro, vinieron las amenazas cual incendio voraz en inerme bosque. Mis hijas salieron del país como pájaros asustados. La familia rota, igual a la de tantos migrantes que intentan juntar los fragmentos de su mapa hogareño. El destierro como el tañer de una campana que ya no regresa. Lo grave es que esto le puede suceder a cualquiera y más en estos instantes de amancebamiento en el cual no distingues fácilmente entre “buenos” y “malos”.

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A partir de esa noche, la más absurda y nebulosa de mi vida, el camino ha sido largo y sinuoso para encontrar la razón, la exigencia de la legalidad, la imparcialidad y la batalla contra la corrupción y a favor de una mejor seguridad para todos (que no llega), que incluye a nuestros vecinos, a los pobladores de este valle y de otras ciudades, a nuestros hijos y las generaciones que vienen. Es necesario evitar que lo ocurrido, en estos tiempos furiosos, se vuelva a repetir en nuestros hermanos, colegas o sus familiares.

Por el momento no contamos con recursos para emigrar, como fue el caso de mi hija Paulina. Es lamentable que un hecho acontecido hace más de quince años repercuta en el presente. Cuando inició la administración de Marcelo Ebrard como Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, se percataron de múltiples órdenes de aprehensión rezagadas (¡vaya descubrimiento!). Liberaron numerosas órdenes de aprehensión por delitos ocurridos el siglo pasado, entre las que estaba la de Óscar Ortega de Rosas, el policía fugitivo de mi caso.

Me enteré porque un grupo de judiciales me fue a buscar a la casa que habitaba a principios de los noventa. Fueron varios testimonios que llegaron hasta mí y traté de buscar entre las autoridades una respuesta para carearme con el detenido y cerrar en definitiva el episodio. El caso fue que ni en la Procuraduría del Distrito Federal, ni con Marcelo Ebrard, me supieron dar santo y seña, como si el detenido hubiera sido liberado antes, bajo el pretexto de no existir parte acusadora y, por tanto, a pesar de mis deseos por cerrar los capítulos de la historia, no pude concluir el caso. Como si el pasado se restituyera en la memoria y nadie, por motivos de la corrupción o por negligencia, haga nada por impedirlo. La verdadera y real justicia parece ser una ilusión en esta tierra de simulaciones.

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Atrás han quedado las preguntas que punzan dolientes: el ojo que esa noche dejó de brillar, esgrime dardos periódicamente, para que no lo olvide, sobre todo cuando asomo a un espejo y miro al Cíclope como los hijos de Gea y de Urano. Mis pensamientos son náufragos que se reconcilian con un mar de injusticia y que le duelen a tanto mexicano con saldos desfavorables, como abismos de miseria.

Hoy sólo un ojo recuerda lo que ha visto. El ojo ausente ha llorado mucho sobre los versos que no ha repasado, sobre los libros no leídos, con una constancia de oquedad, en el que las ruinas de la justicia coronan las hojas del diario, mismas que usuran las emociones perdidas en los secretos del alma. En letras de sangre arribo y nadie oirá después este clamor en la patraña de que “aquí no ha pasado nada”.

La justicia mexicana se vuelve una novia de blanco dejada sola en el templo; es una pulcritud en ruinas, un crepúsculo sin luces, es mirar sin las pupilas o detención sin criminal. A final de cuentas en este país la equidad es una isla, llamada utopía, con historias desgarradas que ansían quemar silencios. Sola cual suripanta, muchas veces la justicia permite salir al rufián, a cambio de unos dineros.

Mi ojo, el de otro tiempo, ese que ya no tengo, también se acuerda de todo lo que vio. Se ha invocado hoy esa fecha repentina, perceptible sólo por la sangre que encharcó la noche alada y se precipitó engullida por el abismo. Una negrura como sombra que enmarca mi lado derecho del rostro y que el sol desgarra de tarde en tarde pero que no logra encender. Sabe que nunca más volverá a ser. Por eso digo que mis ojos, los de otro tiempo, eran lo que ya no volverán a ser nunca jamás…

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